Tiempo de lectura para niños: 21 min
Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero. Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban:
«¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Habráse visto! ». Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario. El chiquillo oyó cómo sus padres decían:
– El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo. El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano:
– Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo. El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres. Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá! », tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo! ». Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas. El dorado se desluce
pero el cuero queda,
decían las paredes. Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. «¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay! ». Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.
– Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias también por tu visita. «¡Gracias, gracias! », o bien «¡crrac, crrac! », se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querían ver al niño. En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo:
-¿ De dónde lo has sacado?
– Del ropavejero de enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió. Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron.
– En casa dicen -observó el niño- que vives muy solo.
– ¡Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme. Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas! El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos.
– ¡No lo puedo resistir! -exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda-. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No puedo resistirlo!
– No debes tomarlo tan a la tremenda -respondió el niño-. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos.
– Sí, pero yo no los veo ni los conozco -insistió el soldado de plomo-. No puedo soportarlo.
– Pues no tendrás más remedio -dijo el chiquillo. Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado. Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita. Los trompeteros de talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá! »; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos.
– ¡No puedo resistirlo! -exclamó el soldado-. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas. Vuestros padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María, que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estabais allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de Marita, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo!
– Lo siento, pero ya no me perteneces -dijo el niño-. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes? Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción.
– ¡Ella sí sabía cantarla! -dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado.
– ¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra! -gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo.
– ¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él-. Ya lo encontraré -dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto. Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento, conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto. Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd. Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando ya para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro. En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron.
– ¡Ya era hora! -exclamaron las casas vecinas. En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse. Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. – ¡Ay! -. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante. ¡Era él! -imaginaos-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado! La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo.
– Deja que lo vea -dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño -. Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven.
– Es muy posible que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo.
– No sé dónde está -contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo.
– ¡Qué solo debió de sentirse! -dijo ella.
– ¡Espantosamente solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado!
– ¡Muy bien! -gritó algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó:
El dorado se desluce
pero el cuero queda. Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.

Antecedentes
Interpretaciones
Lengua
„La Casa Vieja“ de Hans Christian Andersen es un cuento que refleja una profunda nostalgia por el pasado y las conexiones humanas, incluso cuando el tiempo avanza y el mundo cambia a su alrededor. A través de la relación entre un niño curioso y un anciano solitario que vive en una casa antigua, Andersen nos presenta una rica narrativa que ilustra tanto la belleza como la tristeza del ciclo de la vida.
El cuento comienza describiendo una singular y decrépita casa vieja en una calle rodeada de nuevas y lujosas viviendas. Esta casa, llena de historia y marcada por su arquitectura peculiar, se distingue por sus esculturas grotescas y sus inscripciones antiguas, contrastando visiblemente con su entorno moderno y homogéneo. A pesar del deterioro, la casa y su único habitante, un anciano, capturan la imaginación del niño que vive enfrente.
La relación entre el anciano y el niño es emblemática de cómo los lazos emocionales pueden formarse a través de las generaciones, sin necesidad de muchas palabras. El pequeño, compadecido por la soledad aparente del anciano, le envía un soldado de plomo como símbolo de amistad. Este acto de bondad propicia una invitación para que el niño visite al anciano, donde este lo introduce en un mundo lleno de recuerdos y tesoros del pasado. En su tiempo juntos, el niño descubre joyas antiguas, libros de estampas y los relatos de tiempos pasados que el anciano comparte, reviviendo la vibrante historia que una vez llenó la casa.
Uno de los temas centrales del cuento es el contraste entre la permanencia y el cambio. La casa vieja y sus pertenencias son recuerdos tangibles de un tiempo que el mundo moderno ha dejado atrás. Sin embargo, cuando el anciano muere y la casa es finalmente derribada para dar paso a una construcción nueva y moderna, el cuento refleja cómo las memorias y los elementos del pasado pueden perdurar en los corazones de aquellos que los vivieron.
El destino del soldado de plomo es simbólico de la resistencia y la memoria. Aunque aparentemente olvidado, es descubierto años después, recordando al ahora adulto protagonista la importancia de su infancia y las conexiones que formó. El soldado, una pieza perdurable de su historia personal, sirve para recordar que, aunque las cosas físicas pueden cambiar o desaparecer, los recuerdos y los valores que representan pueden vivir en la memoria de quienes los aprecian.
„La Casa Vieja“ es, en última instancia, una reflexión conmovedora sobre el paso del tiempo, el valor de las memorias y las experiencias compartidas, y cómo los vínculos emocionales trascienden la devastación del olvido físico y temporal.
„La Casa Vieja“ de Hans Christian Andersen es una historia profundamente conmovedora y rica en simbolismo. A través de la narrativa, Andersen explora temas como la soledad, la memoria, el paso del tiempo y el valor de las conexiones humanas.
La casa vieja es una metáfora de la gente mayor, quienes, al igual que la casa, a menudo son relegados a un segundo plano en favor de lo nuevo y moderno. Sin embargo, al igual que el anciano que vive en ella, la casa también posee una gran riqueza interior, constituida por recuerdos e historias del pasado. Esta oposición entre lo nuevo y lo viejo es evidente no solo en la física del edificio desmoronado frente a las casas modernas de la calle, sino también en el contraste entre la percepción de la vida del anciano y la del joven.
El niño, con su curiosidad y afecto por la casa y su habitante, representa la capacidad humana para ver valor y belleza en la historia y en aquellos que son olvidados por la sociedad. Su regalo del soldado de plomo y su visita al anciano son muestras de la empatía y la conexión humana que trasciende generaciones. Esta acción simple pero significativa llena de vida tanto al anciano como a la misma casa, que cobra un nuevo dinamismo para recibir al joven visitante.
El soldado de plomo, a su vez, simboliza la resiliencia y la capacidad de perdurar pese a las circunstancias adversas. Su deseo de „ir a la guerra“ refleja una búsqueda de significado y propósito más allá de la mera existencia en soledad. El final de la historia, donde el soldado es encontrado por casualidad muchos años después, resuena con el tema de la memoria y el legado perdurable, subrayando la idea de que, aunque las cosas y las personas puedan parecer olvidadas, siempre hay elementos que perduran y tocan vidas de maneras inesperadas.
Por último, la historia destaca el valor de la memoria histórica y emocional. Aunque la casa física desaparece, su impacto emocional en el niño, ahora adulto, sigue presente. Esta duradera impresión es un testamento a la influencia que las vidas pasadas y las conexiones humanas pueden tener, incluso cuando el tiempo ha avanzado y las circunstancias han cambiado.
El cuento „La Casa Vieja“ de Hans Christian Andersen es un relato rico en simbolismo y temáticas sobre el paso del tiempo, la memoria y la soledad. Un análisis lingüístico y temático del texto podría abordar varios aspectos:
Descripciones Detalladas y Atmosféricas: Andersen utiliza un lenguaje vívido para describir la casa y su entorno. Las descripciones de las vigas talladas, las caras grotescas, y las guirnaldas de tulipanes crean una imagen clara de la casa antigua, contrastando con las demás casas nuevas de la calle. Este contraste entre lo viejo y lo nuevo establece de inmediato el conflicto entre el pasado y el presente.
Personificación: El uso de la personificación es evidente a lo largo del cuento. Los objetos como las trompetas esculpidas, los retratos y los muebles parecen tener vida propia, comunicándose y reaccionando a los eventos que suceden en la casa. Esto no solo agrega una capa de magia al cuento, sino que también salpica la narrativa con la nostalgia y el carácter de las cosas antiguas.
Simbología:
La Casa Vieja: Representa la tradición, la historia y el pasado que está siendo arrasado por el progreso y la modernidad. Su demolición simboliza el olvido y el paso inexorable del tiempo.
El Soldado de Plomo: Simboliza la lealtad, la memoria y las conexiones emocionales que persisten incluso cuando todo lo demás se ha desvanecido. Aunque soporta el dolor de la soledad, su redescubrimiento sugiere que algunos recuerdos pueden perdurar.
Temática de la Soledad y el Olvido: La historia gira en torno al anciano que vive solo en la vieja casa y establece una conexión silenciosa con el niño. El anciano, junto con la casa, simboliza aquellos que son olvidados por el mundo debido al avance del tiempo. La amistad silenciosa que comparte con el niño refleja la necesidad humana de conexión.
El Ciclo de la Vida y el Renacimiento: Al final del cuento, el soldado de plomo es descubierto por un hombre que, de niño, se había relacionado con el anciano de la casa vieja. Este descubrimiento en el nuevo jardín representa la idea de que aunque los entornos físicos cambian, los recuerdos y las conexiones perduran y resurgen en nuevas formas.
Lenguaje Emocional y Nostálgico: Andersen emplea un lenguaje cargado de emotividad que resalta las sensaciones de nostalgia, tristeza y admiración por el pasado. Las interacciones del niño y el anciano nos recuerdan la ternura y la empatía que puede surgir entre diferentes generaciones.
En resumen, el cuento no solo es una crítica sutil del progreso implacable que borra las huellas del pasado, sino también un homenaje a las memorias persistentes y las emociones humanas atemporales. A través de la interacción del niño con la casa vieja y el anciano, Andersen nos invita a reflexionar sobre la memoria, el amor filial y la inevitabilidad del cambio.
Información para el análisis científico
Indicador | Valor |
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Traducciones | DE, EN, DA, ES, FR, IT |
Índice de legibilidad de Björnsson | 54.5 |
Flesch-Reading-Ease Índice | 6.4 |
Flesch–Kincaid Grade-Level | 12 |
Gunning Fog Índice | 19 |
Coleman–Liau Índice | 10.4 |
SMOG Índice | 12 |
Índice de legibilidad automatizado | 12 |
Número de Caracteres | 795 |
Número de Letras | 633 |
Número de Frases | 4 |
Número de Palabras | 142 |
Promedio de Palabras por oración | 35,50 |
Palabras con más de 6 letras | 27 |
Porcentaje de palabras largas | 19% |
Número de Sílabas | 276 |
Promedio de Sílabas por Palabra | 1,94 |
Palabras con tres Sílabas | 38 |
Porcentaje de palabras con tres sílabas | 26.8% |
Es muy bueno sus cuentas de hecho me encanta leer todos los días Leo 20 minutos de estos cuentos Aunque algunos duran 21 pero hoy busqué cuentos de Navidad y no salen de Navidad Aunque eso no me pareció muy bien porque si yo busco cuentos de Navidad Es para que salgan cuentos de Navidad y no de otro y tuve que leer la vieja casa eso me incomodó mucho de que no salían cuentos de Navidad pero son muy chidos sus cuentas Aunque Déjenme decirles que coger así como agarrar usted lo refieren pero como que suena muy turbio porque algunas cosas le llaman coger cosas adultas