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Una Historia de las Dunas
Grimm Märchen

Una Historia de las Dunas - Cuento de hadas de Hans Christian Andersen

Tiempo de lectura para niños: 96 min

Es ésta una historia de las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no, sino muy lejos de ellas, mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino para ir de un país a otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es una tierra espléndida, inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las flores del granado, rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las montañas desciende una brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos patios árabes, con sus doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños recorren en procesión las calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus cabezas se extiende, alto y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes. Suenan cantos y castañuelas, los mozos y las muchachas se balancean bailando bajo las acacias en flor, mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol tallado, calma su sed sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando. Todo es como un hermoso sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso hacían dos jóvenes recién casados, a los que la suerte había colmado con todos sus dones: salud, alegría, riquezas y honores.

– ¿Quién ha sido nunca más feliz que nosotros? – decían desde el fondo del corazón. Sólo un último peldaño les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha: que Dios les diese un hijo, parecido a ellos en cuerpo y alma. ¡Con qué júbilo lo habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él sería toda la felicidad que pueden dar el dinero y la distinción. Pasaban para ellos los días como una fiesta continua.

– La vida es, de suyo, un don inestimable de la gracia divina – decía la esposa -; y esta bienaventuranza, el hombre la quiere mayor todavía en una existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego a comprender este pensamiento.

– El orgullo humano jamás se da por satisfecho – respondió el marido -. Es un temible orgullo creer que viviremos eternamente, que seremos como Dios. Éstas fueron también las palabras de la serpiente, que era el espíritu de la mentira.

– No dudarás, sin embargo, de la vida futura, ¿verdad? – preguntó la joven, y le pareció cómo si por primera vez una sombra enturbiara la luminosidad de sus pensamientos.

– La fe la promete, la iglesia la afirma – contestó el hombre -, mas precisamente en la plenitud de esta dicha de que gozo, siento y comprendo que es orgullo, una tentación de la soberbia humana, pedir otra vida después de ésta, una continuación de la felicidad. ¿No nos basta lo que se nos da aquí abajo? ¿Por qué no hemos de sentirnos satisfechos?

– Nosotros sí – dijo la joven -. Mas, ¡para cuántos miles de seres no es esta vida sino una dura prueba! ¡Cuántos son los condenados a la pobreza, a la ignominia, a la enfermedad y a la desgracia! No; de no haber otra vida después de la terrena, los bienes estarían muy mal repartidos, y Dios sería injusto.

– Aquel pordiosero de la calle siente goces tan intensos como los del Rey en su palacio – replicó el joven -. Y aquella acémila que es tratada a latigazos, que pasa hambre y se fatiga hasta reventar, ¿crees que no se da cuenta de la dureza de su vida? Siguiendo tu razonamiento, tendría también derecho a reclamar otra existencia, y decir que ha sido una injusticia el colocarla tan abajo del reino animal. Cristo ha dicho: «en el reino de mi Padre hay muchas moradas» – contestó ella -. El reino de los cielos es infinito, tanto como el amor de Dios. También el animal es una criatura y – ésta es por lo menos mi creencia -, ninguna vida se perderá, antes todas obtendrán la bienaventuranza apropiada y suficiente a sus respectivas naturalezas.

– Pues, de momento, me basta con este mundo – exclamó el marido, abrazando a su linda mujercita. Y salió a fumar un pitillo al abierto balcón, donde el aire estaba impregnado del aroma de los naranjos y los claveles. Llegaban de la calle sones de música y castañuelas, las estrellas titilaban en el cielo y dos tiernos ojos, los de su esposa, lo miraban encendidos de amor.

– Para un momento como éste – dijo sonriendo – merece la pena nacer, gozarlo y desaparecer -. Su esposa levantó la mano con gesto de dulce repulsa. Pero se disipó la nube que había enturbiado su mente; eran demasiado dichosos. Todas las cosas parecían porfiar en aumentarles los honores, las alegrías, la felicidad. Un cambio hubo, pero sólo de lugar, y en nada había de afectar a su fortuna y bienandanza. El joven fue nombrado embajador en la Corte imperial de Rusia; era un puesto de honor, al que le daban derecho su nacimiento y sus conocimientos. Poseía una gran fortuna, y su joven esposa le había aportado en dote otra no menos cuantiosa, pues era hija de una de las familias más acaudaladas del comercio. Precisamente aquel año, uno de sus mejores barcos zarparía con rumbo a Estocolmo; en él efectuarían la travesía la hija y el yerno del armador, para proseguir luego hasta San Petersburgo. A bordo, todo fue dispuesto con el lujo propio de un rey; blancas alfombras, seda y magnificencia por doquier. Todo el mundo conoce una antigua balada, llamada «El príncipe de Inglaterra». También éste navegaba en un barco espléndido; sus áncoras estaban guarnecidas de oro, y las cuerdas, forradas de seda. Esta nave podía hacer pensar en la que iba a zarpar de España. También ésta era fastuosa, y fue despedida con el mismo pensamiento: «¡Quiera Dios volvernos a unir en paz y alegría! ». El viento soplaba favorable desde la costa española, y los adioses fueron breves. Con buen tiempo rendirían viaje en unas pocas semanas. Pero una vez en alta mar amainó el viento, y el mar quedó en calma; rielaban sus aguas bajo las centelleantes estrellas. Las veladas eran maravillosas en el lujoso camarote. Al fin, todo el mundo a bordo empezó a suspirar por la llegada de un viento propicio, pero inútilmente. Cuando soplaba, era siempre contrario. Así pasaron semanas y hasta dos meses enteros. Al fin se levantó viento de Sudoeste. Y he aquí que, cuando estaban entre Escocia y Jutlandia, arreció como en la vieja canción del «Príncipe de Inglaterra»:

Rugió la tempestad, se agolparon las nubes;
y el navío, no encontrando puerto ni abrigo
echó al mar su ancla de oro; mas el huracán
lo arrojó hacia las costas de Dinamarca.

Hace ya mucho tiempo de lo que os vengo contando. El rey Cristián VII ocupaba el trono de Dinamarca, y era aún muy joven. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Lagos y pantanos han sido transformados en exuberantes prados, y eriales desérticos, en tierras feraces. Resguardados por las casas, manzanos y rosales crecen incluso en la costa oeste de Jutlandia; hay que buscarlos bien, de todos modos, pues, huyendo de los fuertes vientos de Poniente, se refugian en lugares protegidos. A pesar de los cambios habidos, no es difícil imaginar cómo sería aquella región en tiempos de Cristián VII y aún mucho antes. Como entonces, también ahora en Jutlandia el erial se extiende durante millas enteras, con sus monumentos megalíticos, sus laberínticos caminos accidentados y arenosos. Al Oeste, donde caudalosos riachuelos se vierten en las bahías, hay praderas y cenagales limitados por altas dunas, que, con sus montañas de arena acumulada, se elevan frente al mar. Sólo de trecho en trecho son cortadas por laderas fangosas, de las que un año sí y otro también el mar se traga trozos enormes con su boca gigantesca, derribando colinas y faldas como haría un terremoto. Tal es el aspecto que presentan aún hoy día y que presentaban muchos años ha, cuando los felices esposos navegaban por aquellos mares a bordo de la rica nave. Era un soleado domingo de últimos de septiembre. Llegaba hasta ellos el son de las campanas desde los pueblos de la bahía de Nissum. Las iglesias de aquellas tierras están construidas a modo de bloques graníticos; cada una es una peña, capaz de resistir impávida los embates del mar del Norte. La mayoría no tienen campanario; las campanas cuelgan al aire libre, entre dos vigas. En conjunto ofrecen una sensación de fría soledad. Había terminado el servicio divino. Los fieles salían de la casa de Dios y se dirigían al cementerio. Lo mismo que ahora, no crecían en él árboles ni arbustos, y en las tumbas no había flores ni coronas. Montículos informes señalan las sepulturas. Una hierba hirsuta, azotada por el viento, invade todo el camposanto. A guisa de monumento, alguna que otra tumba está adornada con un tronco desgastado por la intemperie, tallado en forma de ataúd. ¿De dónde procede? Lo trajeron del bosque de Poniente, del mar. De él extraen los moradores de la costa las vigas trabajadas, las tablas y los troncos. El viento y las nieblas marinas no tardan en corroer las maderas de acarreo. Una de éstas yacía sobre una tumba infantil, a la que se dirigió una de las mujeres que salían del templo. Quedóse de pie contemplando la talla medio carcomida; junto a ella, a su espalda, estaba su marido. No cambiaron ni una palabra. Él la cogió de la mano, y así enlazados se alejaron de la sepultura, saliendo al pardo erial y caminando en silencio largo rato por el suelo pantanoso en dirección a las dunas.

– Ha sido un buen sermón el de hoy – dijo al fin el hombre -. Si no tuviésemos a Dios Nuestro Señor, no tendríamos nada.

– Sí – respondió la mujer -. Él manda las alegrías y las penas. Tiene derecho a hacerlo. Mañana nuestro hijito cumpliría cinco años, si lo hubiéramos podido conservar.

– No te abandones a la tristeza – le dijo él -. Se ha salvado de las penas de este mundo. Ahora está allí donde rogamos a Dios que un día nos deje llegar. Callaron de nuevo y avivaron el paso hacia su casa, entre las dunas. De repente, de una de ellas, donde la avena loca no conseguía fijar las arenas, se elevó como una columna de humo. Era una ráfaga de viento que, al dar contra el montículo, arremolinaba en el aire las finísimas partículas de arena. Siguió un segundo embate, que lanzó contra la pared de la casa el pescado puesto a secar y colgado de una cuerda. Luego todo quedó en calma; el sol ardía. Los dos esposos entraron en la casa. Se quitaron a toda prisa los vestidos de fiesta y corrieron hacia las dunas que parecían enormes ondas de arena paralizadas bruscamente. La hierba y la avena loca, con sus rudos tallos verdeazulados, contrastando con el blanco del suelo, ponían una nota de color en el paisaje. Acudieron algunos vecinos y se ayudaron mutuamente a retirar más adentro los botes. El viento arreciaba, y el frío se hacía más intenso. Al regresar por entre las dunas, las arenas y piedrecitas les azotaban el rostro. Las olas encrespadas avanzaban cubiertas de blanca espuma. Y el viento, al barrer sus crestas, enviaba a gran distancia el agua pulverizada. Llegó el crepúsculo; un silbido, que crecía por momentos, llenó el aire; parecía un aullido, el lamento de mil demonios desesperados. Este horrible ruido dominaba el del mar, aunque la casa estaba muy cerca de la playa. La arena tamborileaba en los cristales de las ventanas y de vez en cuando llegaba una ráfaga que estremecía la casa hasta sus cimientos. La oscuridad era absoluta, pero a medianoche salió la luna. El cielo se fue aclarando, sin que en el mar profundo y negruzco cediera la tempestad. Los pescadores se habían acostado temprano, pero no había manera de pegar un ojo, con aquel tiempo abominable. De pronto, alguien golpeó en la ventana, se abrió la puerta y una voz gritó:

– ¡Un gran barco ha encallado en el último arrecife! Todos los pescadores saltaron del lecho y se vistieron rápidamente. La luz de la luna hubiera bastado para hacer visibles todas las cosas, de no haber sido por los torbellinos de arena que cegaban los ojos. Había que agarrarse, para no ser arrastrado por el viento; había que avanzar a rastras, aprovechando el intervalo entre dos ráfagas. Del otro lado de las dunas, la espuma y el agua pulverizada se elevaban en el aire como plumas de cisne, mientras las olas se precipitaban contra la costa en furiosa catarata. Sólo un ojo muy avezado podía descubrir el barco encallado. Era un magnífico velero de tres palos. En aquel preciso momento, el mar lo levantó por encima del arrecife, a tres o cuatro brazos de tierra; arrojado hacia la orilla, quedó embarrancado en el segundo escollo. No se podía pensar en auxiliarlo, el mar estaba demasiado embravecido. Las olas batían el navío y barrían su cubierta, saltando por la banda opuesta. Los aldeanos creyeron oír voces de socorro, gritos de mortal angustia; veían ajetrearse a los tripulantes, en inútil actividad. De súbito, llegó una oleada gigantesca que, cual peñasco asolador, se precipitó contra el bauprés, y lo arrancó de cuajo, levantando la popa a gran altura sobre el agua. Se entrevió entonces cómo dos personas saltaban al mar, cogidas del brazo. Unos minutos después, una de las olas más furiosas que fue a romper en las dunas, arrojó a la playa un cuerpo: una mujer. La dieron por muerta. Unas mujeres la recogieron y creyeron observar en ella un soplo de vida. Por encima de las dunas la llevaron a la casa de los pescadores. Era hermosa y delicada; seguramente una dama de alcurnia. La depositaron sobre el pobre lecho. Las sábanas eran toscas, y para abrigo había un basto paño de lana. Volvió en sí, aunque presa de una delirante calentura. No sabía nada de lo ocurrido, ni dónde se encontraba, afortunadamente para ella, pues lo que tenía de más querido estaba ahora en el fondo del mar. Era como en la antigua balada:

El barco, todo en pedazos, que partía el corazón.

Restos del naufragio, maderos y astillas, fueron arrojados a tierra; de todos los viajeros, ella era la única superviviente. El viento seguía aullando y barriendo la costa. La infeliz tuvo unos instantes de reposo, pero muy pronto empezó a sentir dolores que la forzaron a gritar angustiosamente. Abrió sus hermosos ojos y pronunció unas palabras que nadie pudo comprender. Y he aquí que, en premio a sus sufrimientos y luchas, vióse con un niño recién nacido en brazos. Debía de haber reposado en la lujosa mansión, en una soberbia cama con cortinas de seda. Habría sido recibido con júbilo, destinado a una vida rica y gozosa, pero Dios Nuestro Señor lo hizo venir al mundo en aquel rincón oscuro. Ni un beso recibió de su madre. La mujer del pescador puso a la criatura en el pecho de la madre, sobre un corazón que había dejado de latir: la dama había muerto. El niño, llamado a crecer entre la dicha y las riquezas, había sido arrojado por el mar a las dunas, para compartir el destino y los duros días de los pobres pescadores. Y otra vez nos vuelve a la memoria la vieja canción del príncipe, pues también él hubo de pasar por la vida afrontando sus rudos combates. El barco había naufragado al sur del fiordo de Nissum. Hacía ya mucho tiempo que no se practicaba en Jutlandia la bárbara costumbre de saquear a los náufragos. En lugar de ello, eran auxiliados con amor y espíritu de sacrificio, sentimientos que en nuestra época
se han manifestado de manera patente y nobilísima. La madre moribunda y el infeliz recién nacido habrían sido objeto de cuidados y atenciones dondequiera que los hubiese arrojado el mar; pero en ninguna parte hubieran encontrado la cordial acogida que les dispensó la pobre mujer del pescador, que aún la víspera visitara con el corazón dolorido la tumba donde reposaba el hijito que aquel día habría cumplido cinco años, si Dios le hubiese concedido más larga vida. Nadie sabía quién era la mujer muerta, ni de dónde venía. Los restos del naufragio no arrojaron ninguna luz. En España, la noble mansión no recibió jamás cartas ni noticias acerca de la hija y el yerno. No habían llegado al puerto de destino. En las últimas semanas se habían desencadenado fuertes tempestades. Esperaron durante meses y meses. «¡Perdidos! ¡Todos muertos! ». Esto era lo que sabían. Y, sin embargo, allá en las dunas danesas, en la casa de los pescadores, vivía un retoño de los españoles. Donde Dios da de comer para dos, siempre quedan migajas para un tercero, y en la costa hay siempre un plato de pescado para llenar una boca hambrienta. Al pequeño lo llamaron Jorge.

– Debe de ser judío – decían -, ¡es tan moreno! -. También podría ser italiano, o español – opinó el párroco. Para la mujer del pescador, los tres pueblos venían a confundirse en uno mismo, y se contentó con hacerlo bautizar. Creció el niño, la sangre noble cobró energías a pesar de la humilde comida; se hizo un muchacho robusto, en la mísera casita. Fue su lengua la danesa, tal como la hablan los jutlandeses. La semilla del granado español se transformó en un tallo de ballueca en la costa de Jutlandia. ¡A tanto puede llegar un hombre! Con todas las fibras de su infantil corazón agarróse a la nueva patria. Hubo de sufrir hambre y frío, la opresión y las privaciones de la pobreza, pero también experimentó sus goces y alegrías. La infancia tiene sus puntos luminosos, cuyos rayos iluminarán toda la vida posterior. ¡Cómo jugó el niño, y cómo se divirtió! Por espacio de millas y millas se extendía ante él la playa, cubierta de juguetes: guijarros de todos los colores: unos, rojos como corales, amarillos otros como ámbar, o blancos y redondos como huevos de pájaro; los había de todos los colores, limados y pulimentados por el agua. Y, además, esqueletos de peces, plantas acuáticas secadas por el viento, varecs de un blanco reluciente, largos y estrechos como cintas: todo era un goce para los ojos y un instrumento para el juego. El muchacho era despierto y avispado, en él dormitaban muchas y grandes aptitudes. ¡Qué bien recordaba las historias y las canciones que había oído, y qué diestras eran sus manos! Con piedras y conchas construía barcos completos, así como cuadros dignos de servir de adorno a las paredes de la casa. A pesar de ser aún tan pequeño, sabía expresar sus ideas transportándolas a una madera tallada, como decía su madre adoptiva. Poseía además una hermosa voz, y las melodías acudían espontáneamente a su lengua. Muchas cuerdas resonaban en su pecho, cuyos sones habrían encontrado eco en el mundo, de haberse criado el niño en un lugar distinto de la casa de pescadores del Mar del Norte. Un día encalló un barco, y las olas arrojaron a la orilla una caja llena de exóticos bulbos de tulipanes. Algunos fueron recogidos y plantados en un tiesto, creyendo que serían comestibles; otros quedaron en la playa, donde se pudrieron. Ninguno llegó a desplegar la magnificencia de colores, la belleza que encerraba. ¿Sería más afortunado el pequeño Jorge? Las plantas pronto terminaron su carrera, pero él tenía por delante muchos años de lucha. Ni a él ni a ninguno de sus compañeros se les ocurría jamás pensar que su jornada fuera monótona; ¡había tantas cosas que hacer, que ver y que oír! El mar era un gran libro abierto, que cada día presentaba una página distinta: calma, marejada, viento y tormenta; los naufragios señalaban los momentos culminantes. La ida a la iglesia equivalía a una visita dominguera, pero, entre los concurrentes a la casa del pescador había uno particularmente simpático, que se presentaba con toda regularidad dos veces al año: el hermano de la madre, un pescador de anguilas que residía a unas millas más al Norte. Llegaba con un carro pintado de rojo, cargado de anguilas; el vehículo parecía una caja cerrada, adornada con tulipanes pintados en azul y blanco. Era arrastrado por dos bueyes overos, en los que Jorge podía montar. El vendedor de anguilas era un guasón, un alegre huésped que siempre llegaba provisto de una enorme botella de aguardiente. Cada uno era obsequiado con una copa, o, a falta de ésta, con una taza; el propio Jorge, a pesar de su corta edad, recibía un dedalito de licor. Era necesario para poder digerir la grasa anguila, decía el pescador; y contaba la historia, siempre la misma, y si el auditorio se reía, repetíala enseguida a los mismos oyentes. Es ésta una costumbre de todas las personas parlanchinas, y como Jorge, tanto de niño como luego de hombre, solía contarla también y le hallaba muchas aplicaciones; bueno será que la oigamos.

Nadaban en el río las anguilas, y la madre dijo a sus hijas, un día que le pidieron permiso para remontar solas la corriente un breve trecho: «No os alejéis demasiado, que si lo hacéis, vendrá el horrible pescador de anguilas y os cogerá a todas». Pero ellas se alejaron demasiado, y de las ocho hijas sólo tres regresaron a casa, lamentándose:

«Estábamos a unos pasos de la puerta, cuando se ha presentado el feo pescador y ha ensartado a nuestras cinco hermanas». «¡Ya volverán! », las consoló la madre. «No – contestaron las hijas -, pues les arrancó la piel, las cortó a pedazos y las frió». «¡Ya volverán! – repitió tercamente la madre -. ¡Pero es que después de comérselas bebió aguardiente! », exclamaron las hijas. «¡Ay, ay! ¡Entonces no volverán jamás! – aulló la madre -. ¡El aguardiente entierra a las anguilas! ».

– Y por eso hay que beber siempre un vasito de aguardiente, después de comer anguilas – terminaba el comerciante. Este cuento tuvo una especial significación y trascendencia en la vida de Jorge. También él deseaba «remontar el río un breve trecho», es decir, irse por esos mundos en un barco, y su madre le decía, como la madre anguila:

– ¡Hay muchos hombres perversos, muchos malos pescadores! Pero alejarse un poquitín del otro lado de las dunas, adentrarse un poquitín en el erial, eso sí podía hacerlo. En su vida infantil había cuatro días felices y alegres que proyectaban en su recuerdo una luz maravillosa. Toda la belleza de Jutlandia, todo el gozo, todo el sol de la patria se contenían en ellos. Iba a asistir a un convite, aunque fuera un convite fúnebre. Había fallecido un pariente acomodado de la familia del pescador; su finca estaba en el interior, «al Este, rumbo al Norte», como se dice en la jerga marinera. Habían de asistir el padre y la madre, y Jorge los acompañaría. Partiendo de las dunas, a través de eriales y turberas, llegaron a los verdes prados por los que abre su cauce el río Skjärum, aquel río tan rico en anguilas donde vivía la anguila madre con sus hijas, aquellas mismas que los hombres malos ensartan y cortan a pedazos. Sea como fuere, a menudo los hombres no proceden mucho mejor con sus semejantes. Allí mismo, al borde del río, se levantaban las ruinas del castillo que, hace más de quinientos años, hizo construir el caballero Bugge, mencionado por una vieja canción popular. Fue asesinado por unos bandidos; y él mismo, a pesar de hacerse llamar «El Bueno», ¿no había intentado dar muerte al arquitecto que le edificara su castillo, con la torre y sus gruesos muros? El muro podía verse aún, pero alrededor todo eran escombros. Allí había dicho el caballero Bugge a su escudero, cuando el arquitecto acababa de despedirse: – Síguelo y dile: «¡Maestro, la torre se cae! ». Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz -. Obedeció el criado, y el arquitecto no se volvió, sino que dijo: La torre no se cae, pero un día vendrá del Oeste un hombre envuelto en un manto azul, que la derribará -. Y, en efecto, así sucedió cien años después, cuando irrumpió el Mar del Norte y echó la torre abajo. Pero el que a la sazón era dueño del castillo, Predbjörn Gyldenstjerne, construyó otro más arriba, al final de la pradera, y éste aún sigue en pie y se llama Nörre-Vosborg. Por allí hubo de pasar Jorge con sus padres adoptivos. Durante las veladas invernales había oído contar muchas cosas sobre aquellos lugares, y ahora podía contemplar con sus ojos el castillo con su doble foso, los árboles y arbustos del jardín. Majestuoso alzábase el muro, cubierto de helechos, pero lo más hermoso eran los altos tilos, que, esbeltos y elegantes, alcanzaban hasta el remate del tejado, impregnando el aire de suavísimos aromas. Del lado de Noroeste había en un ángulo del jardín un gran arbusto con flores blancas como nieve en medio del verdor estival. Era un saúco, el primero que Jorge veía. El saúco y los tilos siguieron vivos en su recuerdo, evocando el perfume y la belleza de Dinamarca, que persistieron ya en su alma para siempre. El viaje prosiguió sin interrupción y con comodidades cada vez mayores, pues justo frente al castillo, allí donde estaba el florido saúco, encontraron acomodo en un coche. Coincidieron en aquel lugar con otros invitados, quienes los admitieron en su carruaje; cierto que hubieron de sentarse en la parte trasera y sobre una caja de madera con aplicaciones de hierro, pero mejor es esto que ir a pie. El camino cruzaba el escabroso erial. Los bueyes que tiraban del vehículo se paraban cada vez que un manchón de hierba fresca asomaba entre los brezos. El sol calentaba, y resultaba maravilloso ver, a gran distancia, una nube de humo que se balanceaba de arriba abajo y, sin embargo, era más diáfana que el aire. Era como si los rayos de luz, en constante movimiento, bailasen encima del erial.

– Es Lokemann, que apacienta sus rebaños – dijeron; y bastó aquello para que Jorge creyera entrar en el encantado país de las aventuras; y, sin embargo, estaba en el mundo real. ¡Qué calma reinaba allí! Grande, inmenso, extendiese el erial, semejante a una preciosa alfombra. Los brezos se hallaban en plena floración, los enebros, con su verde de ciprés, y los tiernos vástagos del roble sobresalían como grandes ramilletes. Todo invitaba a revolcarse por el suelo, de no haber sido por las muchas víboras ponzoñosas que tenían allí sus madrigueras. Hablóse de ellas y de los numerosos lobos que en otros tiempos pululaban en aquellos parajes; de ahí le venía al condado el nombre de Wolfsburg. El viejo que llevaba las riendas contó escenas de la época de su padre, cuando los caballos tenían que sostener con frecuencia duras luchas con los toros salvajes, hoy extintos. Una mañana había visto allí un lobo al que un caballo hirió mortalmente a patadas; pero el vencedor había salido del lance con la carne de las patas hecha jirones. Avanzaban rápidamente por la pedregosa landa y las espesas arenas, y así llegaron a la casa mortuoria, llena ya de forasteros, por dentro y por fuera. Había muchos carruajes alineados, y caballos y bueyes pacían en buena paz y compañía en el magro pastizal. Altas dunas se elevaban, exactamente como al borde del Mar del Norte, detrás de los cortijos, extendiéndose en todas direcciones. ¿Cómo habían llegado hasta allí, a tres millas tierra adentro, tan altas y pujantes como las de la costa? El viento las había levantado y arrastrado; también ellas tenían su historia. Se cantaron himnos fúnebres, y algunos de los presentes derramaron lágrimas. Aparte este detalle, parecióle a Jorge que todo discurría muy alegremente. Fueron servidas en gran abundancia comidas y bebidas, aquellas magníficas y grasas anguilas que requerían un vaso de aguardiente. Ayuda a la digestión – había dicho el pescador. Y todos estaban de acuerdo en que la buena digestión es una gran cosa. Jorge entraba y salía sin cesar. Al tercer día se movía allí tan a sus anchas como en la casa del pescador, allá en las dunas, donde había pasado toda su vida. El erial tenía también sus tesoros, aunque distintos de los de la playa: una orgía de brezos, fresas y arándanos, que lo invadían todo; tan espesos estaban, que por mucho cuidado que uno pusiera, los pisaba, por lo que el rojo jugo goteaba de las plantas. Alzábase aquí un túmulo, allí otro; columnas de humo se encaramaban en el aire. Era el «incendio de hierbas», como lo llamaban, que al atardecer se veía a gran distancia. Llegó el cuarto día, y con él terminó el festín funerario. Era hora de volverse desde las dunas del interior a las de la costa.

– Las nuestras son las verdaderas – dijo el padre -. Éstas no tienen fuerza. Trataron de cómo se habrían trasladado hasta allí, y se vio que la cosa era perfectamente comprensible. En la orilla había sido hallado un cadáver, los campesinos lo habían transportado al cementerio, y desde aquel momento empezaron las ventoleras y las irrupciones del mar. Un entendido en la materia aconsejó que abriesen la tumba y viesen si el sepultado se chupaba el pulgar; si era así, se trataría de un hombre del mar, y el océano embestía para llevarse lo que era suyo. Abrieron la tumba y, efectivamente, el muerto se chupaba el dedo; lo cargaron, pues, enseguida en una carreta tirada por dos bueyes, que, como picados de tábanos, echaron a andar hacia el mar, a través del erial y las tierras pantanosas. Entonces cesaron las irrupciones del mar y de la arena, pero las dunas se quedaron allí. Todo esto lo escuchó Jorge y lo guardó en la memoria, como recuerdo de los más bellos días de su infancia, los días de la fiesta funeraria. Después de las magnificencias entrevistas, crecieron sus deseos de correr mundo, de ver nuevas tierras y nuevos hombres. No había cumplido aún los catorce años, era todavía un niño, cuando se alistó de grumete en un barco, para conocer lo que brinda el mundo. Sufrió borrascas y malos tiempos, supo lo que eran la maldad y los hombres duros. Poca comida y frías noches fueron su paga, y hubo de probar el chicote y los porrazos. Algo se sublevaba en su noble sangre española y le hacía venir palabras airadas a la boca espumeante; mas pronto aprendió que lo mejor era reprimirse. Sentía entonces lo que debe sentir la anguila cuando la desuellan, la cortan a pedazos y la echan a la sartén. «Algún día cambiarán las cosas», decíale una voz interior. Visitó la costa española, patria de sus padres, e incluso la ciudad donde ellos habían vivido ricos y felices. Pero nada sabía de su tierra ni de sus parientes, como tampoco su familia sabía nada de él. El sucio grumete no obtuvo siquiera permiso para desembarcar; sólo el último día, hallándose el barco anclado en la orilla, pudo saltar a tierra. Había que hacer unas compras, y le encargaron que llevase los paquetes a bordo. Y ahí tenéis a nuestro Jorge, miserablemente vestido, como si sus prendas hubiesen sido lavadas en el foso y secadas en la chimenea. El habitante de las dunas visitaba por primera vez una gran ciudad. ¡Qué altas eran las casas, y qué estrechas y abarrotadas las calles! Las gentes iban y venían de todos lados; verdaderos remolinos de ciudadanos y campesinos, de monjes y de soldados. Por doquier había ruido y griterío. Oíase el concierto de cencerros de los numerosos asnos y mulos y, dominando el barullo, el repicar de campanas en las iglesias. Resonaban aquí cantos y acordes, allí martillazos y golpes, pues todos los artesanos manejaban sus herramientas en la puerta o en la acera. Para colmo, ardía el sol de tal modo y el aire era tan bochornoso, que uno creía haber entrado en un horno en el que roncaban y zumbaban miles de escarabajos y abejorros, abejas y moscas; Jorge estaba completamente desconcertado. De pronto vio ante sí la gran puerta de la catedral. Brillaban luces en la penumbra de las naves, y el aroma del incienso impregnaba el aire. Hasta el mendigo más desharrapado podía subir la escalinata y entrar en el templo. El marinero a quien acompañaba Jorge penetró también en la catedral, y con él entró nuestro mocito. Cuadros de rico colorido destacaban radiantes del fondo dorado. La Virgen con el Niño, aparecía entronizada en el altar, entre flores y cirios, cantaban los sacerdotes, con sus capas de oro y seda, y hermosos monaguillos, ricamente revestidos, agitaban incensarios de plata. ¡Qué magnificencia! Jorge se sentía subyugado. La iglesia y la fe de sus padres produjeron en él una impresión singular e hicieron sonar en su alma un acorde que le llenó de lágrimas los ojos. Salieron de la iglesia para ir al mercado. El muchacho hubo de cargar con una parte de las compras. El camino no era corto, él se sentía fatigado y se detuvo a descansar frente a una casa grande y suntuosa, adornada con columnas de mármol, estatuas y anchas escaleras. Apoyó la carga contra el muro. Pero salió un portero todo galoneado, y amenazándole con su bastón incrustado de plata, lo echó, a él, al nieto de la casa; pero nadie lo sabía, y él, menos que
nadie. Y volvió a bordo. De nuevo hubo de sufrir repulsas y oír duras palabras, todo ello acompañado de poco dormir y mucho trabajar; era la escuela de la experiencia, por la que debía pasar. Y debe ser bueno sufrir penalidades en la juventud, según dicen… con tal que la edad madura aporte su compensación. Terminó el plazo de su contrato; el barco ancló nuevamente en el Golfo de Ringkjöbing. Jorge desembarcó y se dirigió a las dunas natales, a su casa. Durante su ausencia, su madre había muerto. El invierno que siguió fue muy riguroso; tempestades de nieve barrieron el mar y la tierra, y apenas se podía estar fuera. ¡Qué mal repartidas están las cosas en este mundo! Aquí, fríos y nevadas, mientras en España lucía un sol ardoroso. Y cuando el mozo, estando en su tierra, veía, en un día claro de helada, las bandadas de cisnes pasar volando sobre el mar en dirección al Sur, parecíale que allí se respiraba el aire más puro y que también el verano debía de ser hermosísimo. En su imaginación vio florecer el erial y cuajarse de jugosas bayas maduras; vio los tilos y el saúco del viejo castillo rebosantes de flores; quería volver allí. Llegaron las primeras brisas primaverales, empezó la temporada de pesca, y Jorge tomó parte en ella. Durante el último año se había espigado; se había desarrollado en estatura y en vigor. Rebosaba de vida, sabía nadar y se movía en el agua como un pez. Con frecuencia le habían prevenido que se guardara de los bancos de caballas: atacan al mejor nadador, lo arrastran al fondo y lo devoran. Mas no era éste el destino de Jorge. Sus más próximos vecinos de las dunas tenían un hijo llamado Morten, con quien Jorge mantenía amistad. Los dos se contrataron en un velero noruego y fueron juntos a Holanda; nunca había habido disensiones entre ellos. Sin embargo, éstas pueden producirse fácilmente, y cuando se es vivo de genio, no es raro que, aun sin querer, éste se exprese en gestos violentos. Eso le ocurrió a Jorge un día en que tuvieron una discusión a bordo, en realidad por una minucia. Estaban en el camarote comiendo de una fuente de barro colocada entre los dos. Jorge tenía en la mano su cuchillo, y maquinalmente amenazó con él a Morten. Se puso pálido como la cera, y los ojos le brillaron de manera insospechada. Morten se limitó a decir:

– ¡Vaya! Eres de los que manejan el cuchillo. Jorge bajó lentamente la mano; permaneció callado, terminó su comida y se fue a su trabajo. A la vuelta salió al encuentro de Morten y le dijo:

– ¡Pégame en la cara, lo he merecido! Es como si dentro de mí hubiese un puchero hirviendo, que a veces se saliera.

– No hablemos más de eso – respondió Morten; y desde entonces volvieron a ser amigos. Cuando, más tarde, de regreso a las dunas jutlandesas, se habló de todo lo que les había sucedido, salió también a colación aquella riña. Jorge se exaltaba a veces, pero su alma era noble.

– Salta a la vista que no es jutlandés – decía Morten. Los dos eran jóvenes y sanos, altos y robustos, pero Jorge era el más ágil y diestro. En Noruega, los campesinos suben en verano a las chozas de las montañas, para que sus ganados pazcan en los altos prados; en la costa occidental de Jutlandia los pescadores levantan cabañas en medio de las dunas; están hechas con restos de naufragios, y cubiertas con turba y una capa de brezos. Alrededor de las paredes hay dispuestas literas, y allí duermen y viven los pescadores ya desde comienzos de la primavera. Cada uno trae consigo una muchacha, que cuida de preparar cebo para los anzuelos, recibir con cerveza caliente a los que vuelven fatigados de la pesca, y prepararles la comida. Ellas descargan también el pescado de los botes y lo abren; no les falta trabajo. Jorge, su padre, otros dos o tres pescadores y sus respectivas muchachas se alojaban en la misma choza. Morten residía en la contigua. Una de las mozas, llamada Elsa, y Jorge, se conocían desde pequeños. Los dos se entendían perfectamente; sus ideas coincidían en muchas cosas, y sólo en su exterior eran muy distintos. Él tenía la piel morena; ella, blanca como la nieve, y cabello rubio de lino; sus ojos eran azules como el agua del mar bajo el sol. Un día que habían salido juntos y Jorge le tenía cogida la mano, ella le dijo:

– Jorge, he de pedirte un favor. Déjame ser tu moza, pues tú eres para mí como un hermano; ahora sirvo a Morten, y esto no puede ser, pues somos novios; pero no quiero que se diga por ahí. Al oír estas palabras parecióle a Jorge que se hundían las arenas bajo sus pies. Por toda respuesta se limitó a bajar la cabeza, gesto que equivale a una afirmación. No era necesario más, pero de repente sintió el mozo en su alma que no podía soportar a Morten. Cuanto más cavilaba y reflexionaba – y nunca había pensado antes de aquel modo en Elsa -, más claramente veía que Morten le había robado lo único que quería, y esto era Elsa, naturalmente; no se había dado cuenta hasta entonces. Cuando el mar está algo agitado y regresan los pescadores a la orilla, es de ver cómo saltan con sus botes sobre los bancos de arena. Al llegar ante el banco, uno de los hombres se sitúa de pie en la proa, mientras los otros tienen la mirada fija en él, sentados y manteniendo los remos horizontales, inmóviles hasta que el otro les hace la señal de que llega la gran ola que levantará la embarcación; y, en efecto, queda ésta tan alta que desde tierra puede verse la quilla. Un instante después es cubierta por la ola, que oculta a los tripulantes y el palo. Creeríase que el mar lo ha tragado todo, pero otro instante después reaparece como un monstruo marino que trepa a la cresta de la ola; los remos se mueven como patas articuladas. El segundo y el tercer banco de arena son salvados como el primero; luego los pescadores saltan al agua, sacan el bote a tierra aprovechándose de los sucesivos embates del mar, que les da recios empujones, y así hasta que la embarcación queda firmemente varada en la playa. Un pequeño error frente a los bancos de arena, un solo titubeo, y el naufragio es inevitable.

– Así habríamos terminado de una vez yo y Morten -. Esta idea se le ocurrió a Jorge estando en alta mar, un día que su padre adoptivo se había sentido repentinamente enfermo. La fiebre lo hacía temblar. Faltaba un breve trecho hasta el banco más exterior, cuando Jorge se levantó de un brinco.

– Déjame, padre – gritó, dirigiendo la mirada a Morten y a las olas; pero mientras los demás accionaban los remos con todas sus fuerzas y llegaba la gran ola, miró al rostro pálido de su padre y no se sintió con valor para llevar a cabo su perverso propósito. El bote llegó felizmente a tierra, pero el mal pensamiento seguía hirviéndole en la sangre. Volvía a fermentar en él la amargura. La antigua riña de sus tiempos de grumete cobró nueva vida en su memoria; gustosamente la hubiera tomado como pretexto para una nueva pelea, pero no sabía cómo encauzar la cosa. Morten le había robado el bien más precioso; ésta era su convicción, y ello bastaba para odiarlo. A algunos de los pescadores el hecho no les pasó inadvertido, pero Morten nada observó; como de costumbre, mostróse servicial y locuaz, demasiado incluso. El padre adoptivo de Jorge hubo de acostarse. Ya no volvió a levantarse; murió una semana después, y Jorge heredó la casa de las dunas. Era muy pequeña, pero algo es algo. No tenía tanto Morten.

– Seguramente no volverás a contratarte, Jorge, sino que te quedarás con nosotros – preguntóle un viejo pescador. No era ésta la idea de Jorge, antes bien deseaba salir algo más a correr mundo. Nuestro viejo amigo, el vendedor de anguilas, tenía un tío en Gammel-Skagen que se dedicaba a negocios de pesca, pero era al mismo tiempo un comerciante acomodado y propietario de un barco. Tenía fama de campechano, y servirlo era a la vez honroso y lucrativo. Gammel-Skagen se halla en el extremo septentrional de Jutlandia, en el lugar de la península que más distaba de las dunas donde vivía Jorge. Y aquello era precisamente lo que más seducía al muchacho; no pensaba quedarse en casa ni para asistir a la boda de Morten y Elsa, señalada para dentro de pocas semanas. Era una tontería marcharse, opinó el viejo pescador. Ahora Jorge era propietario de una casa, y Elsa preferiría sin duda casarse con él. La réplica del mozo fue tan concisa, que no pudo sacarse de ella nada en claro. Pero el pescador llevó a Elsa a su casa, y si bien la chica no se mostró muy explícita, dijo:

– Ahora tienes casa; vale la pena pensarlo. Por su parte, Jorge le estuvo dando muchas vueltas a la cosa. Con frecuencia, el mar se alborota y embravece, pero más aún se alborota y embravece el corazón humano. Muchos pensamientos, graves y amargos, cruzaron por la mente de Jorge, quien preguntó a Elsa:

– Si Morten tuviese una casa como yo, ¿por quién de los dos te decidirías?

– Pero Morten no tiene ninguna, ni la tendrá.

– Supón que la tuviera.

– En tal caso, elegiría a Morten. Ya sabes que me decidí antes por él. Pero de esto no se puede vivir. Sería una falsa ilusión. Jorge se pasó la noche reflexionando sobre aquella conversación. Inquietábale algo que no sabía definir en concreto. De súbito, brotó una idea en su mente; creció poco a poco y se hizo más fuerte que su amor por Elsa. Por la mañana se fue al encuentro de Morten, después de pensar muy bien lo que le diría y lo que hacía. Ofrecióle venderle la casa en condiciones ventajosísimas; él se contrataría en un barco, lo tenía decidido. Al oírlo Elsa, de puro contenta le dio un beso en la boca, pues era a Morten a quien prefería. Jorge pensaba partir de madrugada. Al anochecer de la víspera le habían entrado ganas de visitar de nuevo a Morten. En el camino se topó en las dunas con el viejo pescador, el cual trató de disuadirle de su propósito de marcharse. Por lo visto, dijo, Morten debía entender en hechizos, puesto que todas las mozas se prendaban de él tan locamente. Jorge no hizo caso de sus palabras y se encaminó a la casa donde vivía Morten. Al llegar a la puerta oyó que en el interior hablaban muy alto; Morten no estaba solo. Jorge se quedó indeciso; no deseaba encontrarse con Elsa, y, pensándolo bien, creyó que no le gustaría escuchar de nuevo palabras de gratitud de su rival; por eso se volvió. A la mañana siguiente, al romper el día, cargóse el hato a la espalda, cogió el capacho con las vituallas y se puso en ruta, siguiendo las dunas. Era menos cansado que tomar por el duro camino arenoso, aparte que se ahorraba un buen trecho, pues quería ir primeramente a Fjaltring para visitar al vendedor de anguilas. El mar azul estaba terso como un espejo, el suelo aparecía cubierto de conchas y moluscos; sus juguetes de infancia se quebraban bajo sus pies. Mientras así caminaba, le empezó a sangrar la nariz ­ un incidente nimio que, sin embargo, puede tener enorme importancia en ciertos casos. Cayéronle en la manga algunas gotas de sangre, que él se secó. Pasada la pequeña hemorragia, tuvo la sensación de que se le habían aligerado la cabeza y el corazón. En la arena florecía un pequeño pie de col marina; rompió un tallo y se lo puso en el sombrero. Quería estar de buen humor; por algo se lanzaba a esos mundos de Dios, «a remontar el río», como aquellas anguilas. «¡Cuidado con los hombres malos, que os ensartarán, os desollarán, os cortarán a pedazos y os echarán a la sartén! », repitióse para sí mismo, sonriendo. ¡Bah! Ya procuraría salir con la piel entera. Buen ánimo es buena defensa. Estaba ya el sol alto en el cielo cuando llegó al estrecho paso que conduce del Mar del Norte al fiordo de Nissum. Al mirar a su espalda vio dos hombres a caballo, a quienes seguían otros a pie; parecían llevar mucha prisa. Mas la cosa no le afectaba, y prosiguió su camino. La barca estaba en la orilla opuesta, Jorge llamó a gritos al barquero hasta que vino a recogerlo; pero no se encontraba aún a mitad del río, cuando se presentaron los dos jinetes que con tanta rapidez cabalgaban, y se pusieron a gritar, amenazar y ordenar en nombre de la ley. Jorge no comprendía lo que se llevaban entre manos, pero creyó que lo más prudente, era volver, y cogió él mismo un remo para ayudar al barquero. Inmediatamente saltaron los hombres a la barca, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, encontróse maniatado.

– ¡Tu crimen te costará la vida! – dijéronle -. Por suerte te hemos cogido. Se le acusaba nada menos que de asesinato. Morten había sido encontrado con el cuello atravesado por un cuchillo. Uno de los pescadores se había topado con Jorge, cuando éste se dirigía a casa de Morten. Se sabía, además, que no era la primera vez que el mozo había levantado el cuchillo contra su compañero. Sin duda era él el homicida, y convenía ponerlo a buen recaudo. En realidad debieran haberío conducido a Ringkjöbing, pero estaba muy lejos. Puesto que soplaba viento Oeste, en menos de media hora atravesarían el Golfo, y de este modo sólo les quedaría la cuarta parte del camino hasta Vosborg, donde había una fortaleza, con muralla y foso. En el bote iba un hermano del mayordomo del castillo, el cual opinó que seguramente se les permitiría encerrar de momento a Jorge en el calabozo que había ocupado la gitana Langemargrete en espera de su ejecución. Nadie prestó oído a la defensa del prisionero; aquellas gotas de sangre de su camisa eran un testimonio de más fuerza que todo lo que él pudiera decir. Él sabía su inocencia, pero no consiguió justificarse y se resignó a su suerte. Desembarcaron precisamente junto al viejo muro tras el cual se había levantado el castillo del caballero Bugge, allí donde Jorge, con sus padres adoptivos, había pasado un día, camino del funeral. Aquellos cuatro días dichosos eran el punto luminoso de su infancia. Por la misma ruta del prado fue conducido a Vosborg. El saúco se hallaba en plena floración, y los altos tilos esparcían su fragancia; parecióle como si hubiese estado allí la víspera. En el ala izquierda del castillo hay la entrada a los departamentos inferiores, debajo de la alta escalera. Desde ésta se entraba en un subterráneo de bajo techo abovedado, prisión de Langemargrete antes de ser llevada al cadalso. Había devorado cinco corazones de niños, y estaba persuadida de que con dos más se habría vuelto invisible. En el muro se abría un pequeño y estrecho orificio de ventilación, pero los tilos de fuera no podían enviar hasta allí su delicioso aroma. Todo era duro, tosco y mohoso en el lugar; sólo había un camastro, pero una buena conciencia es una blanda almohada, y Jorge pudo dormir con sueño dulce y apacible. La gruesa puerta de tablas estaba cerrada y asegurada además por una barra de hierro. Mas la pesadilla de la superstición se filtra tanto en las mansiones señoriales como en las casas de los pescadores, pasando aunque sea por el agujero de la cerradura; y así se, deslizó al calabozo donde Jorge pensaba en Langemargrete y en sus crímenes. Sus últimos pensamientos habían llenado aquel espacio la noche que precedió a su ejecución. Acordóse de todas las artes de brujería practicadas en tiempos pretéritos, cuando residía allí el señor de Svanwedel; era del dominio público que el perro mastín del puente era encontrado cada mañana colgado con su propia cadena de la balaustrada. Todo aquello pasó por la imaginación de Jorge, pero un rayo de sol le llegó de fuera: el recuerdo del saúco florido y de los tilos. Sin embargo, no permaneció allí mucho tiempo; fue conducido a Ringkjöbing, donde le esperaba una prisión no menos rigurosa. Aquellos tiempos eran muy distintos de los nuestros. Los pobres lo pasaban muy mal. Cortijos e incluso pueblos enteros eran confiscados en favor de los dominios señoriales. Bajo aquel régimen se investía a cocheros y criados con autoridad para exponer en la picota a pobres gentes inculpadas de un leve descuido, amén de condenarlas a la pérdida de la yunta o a la pena de azotes. Todavía entonces se practicaba en el país uno o otro, de aquellos procedimientos de castigo, y en Jutlandia, a poca distancia de Copenhague, la ley se aplicaba a menudo con la mayor arbitrariedad. En el caso de Jorge, lo de menos fue la demora con que se tramitó su proceso. El frío era terrible en la cárcel. ¿Cuándo terminaría todo aquello? A pesar de su inocencia, sufría penalidades y miserias: ¡era su destino! Sobrábale tiempo para pensar en la suerte que le había correspondido en esta vida. ¿Por qué había de ser víctima de tanta desgracia y tanto sufrimiento? Lo sabría «en la otra vida», la que nos espera sin lugar a duda. Era una fe que le habían inculcado en la pobre casa de sus padres adoptivos. La fe que no había logrado iluminar y confortar el corazón de su padre en la magnificencia y el esplendor de España, era para el hijo una luz de esperanza en aquel frío y oscuro calabozo; una gracia de Dios, que no engaña jamás. Empezaron a dejarse sentir las tempestades de primavera. El bramido del Mar del Norte se oye a bastantes millas tierra adentro, pero sólo cuando la tormenta ha amainado. Retumba como si centenares de pesados carros rodasen por un camino duro y socavado. El estruendo penetraba, amortiguado, hasta la prisión de Jorge, aportando una variación a su vida. Las antiguas melodías no calaban más profundamente en su corazón que aquellos rumores del mar encrespado y libre, por el que puede irse de un extremo a otro del mundo, volando con los vientos, y en el que se viaja siempre con la casa a cuestas, como el caracol. En el mar se pisa siempre el suelo propio, el suelo de la patria, incluso estando en el extranjero. ¡Cómo escuchaba el sordo rodar de las olas! ¡Cómo se mecían en su mente sus recuerdos! ¡Libre, ser libre, aunque fuera descalzo y con una burda camisa remendada! Ardía en su corazón el antiguo fuego de su juventud, que lo forzaba a arremeter a puñetazos contra la pared. Transcurrieron semanas, meses, un año entero; y he aquí que un día las autoridades detuvieron a un bribón de mala fama, un chalán al que llamaban «Niels el ladrón», y de súbito se hizo luz sobre la gran injusticia cometida con Jorge. Al norte de la Bahía de Ringkjöbing habían coincidido en una taberna Niels y Morten, la tarde que precedió a la partida de Jorge. Bebieron unos vasos, no tantos como para que un hombre perdiera la cabeza, pero sí suficiente para desatar la lengua de Morten, ya de suyo suelta en demasía. El mozo se dio importancia, jactándose de que había comprado una casa y que iba a casarse, y al preguntarle Niels dónde tenía el dinero necesario, el otro había contestado con altivez, golpeándose el bolsillo:

– Está donde debe estar. Aquella jactancia le costó la vida. Al salir de la taberna, Niels lo siguió y le atravesó el cuello con un cuchillo, para robarle un dinero que Morten no tenía. Poner toda la historia en claro fue cosa larga; para nosotros basta saber que Jorge recobró la libertad. ¿Qué le dieron, empero, como compensación por todo lo que había sufrido durante aquel año: cárcel, frío y malos tratos? Le dijeron que era para él una suerte el que fuese inocente, y que podía seguir su camino. El alcalde le entregó diez marcos para el viaje, y varios ciudadanos lo obsequiaron con cerveza y comida. ¡También allí había buenas personas! No todas se «ensartan, despellejan y echan a la sartén». Pero lo mejor de todo fue que el comerciante Brönne, de Skagen, el mismo con quien Jorge había querido contratarse un año antes, acertó a pasar aquellos días por Ringkjöbing en viaje de negocios. Tuvo noticia del caso, consideró lo ocurrido, comprendió lo que había sufrido Jorge, y resolvió brindarle mejor suerte, para que viera que no faltaban personas de buen corazón. De la cárcel pasó nuestro mozo a la libertad, al cielo, al amor, a la cordialidad. El destino le permitía también saborear esos bienes. La copa de la vida no contiene sólo amargura; ninguna persona de buen corazón sería capaz de ofrecer a un semejante sólo el cáliz del sufrimiento, y ¡cuánto menos Dios, que es todo amor!

– Entierra y olvida todo eso – le dijo Brönne -; pasaremos una gruesa raya sobre el año transcurrido. Quemaremos el calendario, y dentro de dos días nos marcharemos a Skagen; verás que pueblo tan tranquilo, bendito y alegre. Dicen que es un rincón del mundo; pero es un rincón venturoso, con ventanas abiertas a todos los vientos. ¡Aquél si que fue un viaje! ¡Qué alivio, salir del aire frío de la cárcel para gozar del calor del sol! El páramo aparecía cubierto de brezos floridos, como una alfombra de flores; el zagal, sentado en un túmulo, tocaba la flauta tallada en un hueso de oveja. Mostróse la Fata Morgana, aquel maravilloso espejismo del desierto, con sus jardines flotantes y sus brillantes bosques, y aquella misteriosa ola aérea que dicen que es Lokemann apacentando sus rebaños. Remontaron el fiordo de Lim en dirección a Skagen. De allí habían partido aquellos hombres de luengas barbas, los longobardos, cuando, bajo el reinado de Snio, llegó el hambre a ser tan dura, que tomaron la desesperada resolución de sacrificar a todos los niños y ancianos; pero al fin se impuso la idea de una noble y rica matrona, Gambaruk, que propuso como mejor remedio que todos los hombres jóvenes salieran del país. Jorge sabía la historia, pues tenía cierta instrucción, y si bien no conocía el país de los longobardos allende los altos Alpes, tenía cierta idea de su aspecto; por algo había estado, cuando era muchacho, en el Sur, en España. Acordábase de los montones de frutas, de las rojas flores de granado, del zumbido y rumor de aquellas colmenas que eran las grandes ciudades. Mas, por encima de todo, lo más bello era su patria, y la patria de Jorge era Dinamarca. Finalmente, llegaron a Vendilskaga, como se llama a Skagen en los antiguos documentos noruegos e islandeses. En una extensión de varias millas, sólo de trecho en trecho interrumpida por dunas y tierras de labor, yace desparramada – y lo estaba ya entonces ­ la vieja Skagen, con sus arrabales, hasta el faro de Grenen. Las casas y los cortijos se alzaban, como las vemos aún hoy día, esparcidas entre las colinas de arena de formas cambiantes. Hasta muy lejos se ofrece a la mirada un verdadero desierto, donde el viento se revuelca en la arena y donde se oyen los estridentes chillidos de las gaviotas, golondrinas de mar y cisnes salvajes. A una milla al sudoeste de Grenen se halla «La colina», o la Vieja Skagen, donde residía el comerciante Brönne y donde viviría en adelante Jorge. La casa estaba embreada, los edificios anejos tenían por tejado botes invertidos; con restos de naufragios se habían construido pocilgas, y no había cercados; ¿para qué?. Pero suspendidos de cuerdas colgaban, en largas hileras superpuestas, peces abiertos en canal secándose al viento. Toda la orilla aparecía cubierta de arenques podridos. Con sólo echar la red al agua, se cogían carretadas de peces, más de los que se podían consumir. Los que sobraban eran devueltos al mar o se dejaban pudrir en la orilla. La esposa y la hija del comerciante, junto con el resto de la familia, salieron gozosos a recibir al padre y señor. Hubo fuertes apretones de manos, griterío y ajetreo. La hija era de muy bien ver, bonita de cara y de ojos vivaces. La casa era confortable y espaciosa. Sirvieron fuentes de pescado, platijas dignas de la mesa de un rey; vino de las viñas de Skagen, que no son otras que el vasto mar; los racimos llegan ya prensados a tierra, en barriles y en botellas. Cuando, más tarde, madre e hija supieron quién era Jorge y lo mucho que había debido padecer a pesar de su inocencia, lo miraron con ojos en los que se reflejaba una sincera amistad y dulzura, especialmente los de la hija, la encantadora Clara. Nuestro mozo encontró en Alt-Skagen un hogar íntimo y feliz que fue un bálsamo para su corazón, maltrecho por tan duras experiencias, entre ellas, la amarga del amor, que endurece o ablanda. En el de Jorge, sensible y joven aún, quedaba un lugarcito vacío; por eso fue una suerte que la señorita Clara se dispusiera a embarcarse para Christiansand, en Noruega, dentro de tres semanas, para pasar el invierno en casa de una tía. El domingo anterior a su partida fueron todos a la iglesia para recibir la sagrada comunión. El templo era grande y suntuoso; escoceses y holandeses lo habían construido varios siglos atrás, a poca distancia de la actual ciudad. Estaba ahora un poco ruinoso, y el camino que a él conducía, en continuas subidas y bajadas por las espesas arenas, resultaba muy fatigoso; pero la gente aceptaba aquella molestia con tal de acudir a la casa de Dios, cantar un himno y escuchar un sermón. Las apiladas arenas movedizas pasaban ya por encima de la cerca del cementerio, pero las sepulturas quedaban aún resguardadas de la invasión de las arenas. Era la iglesia más espaciosa de la orilla norte del fiordo de Lim. En el altar mayor estaba entronizada una imagen, de tamaño natural, de la Virgen María con el Niño en brazos, coronada de oro. En el coro habían sido esculpidos los Apóstoles, y en lo alto de la pared veíanse los retratos de los antiguos alcaldes y consejeros de Skagen, con sus nombres. El púlpito estaba adornado con preciosas labores de talla. El sol penetraba, risueño, en la iglesia, proyectando sus rayos sobre las arañas de latón y el barquito que colgaba del techo. Sobrecogió a Jorge un sentimiento de infantil piedad como aquel día en que, casi un niño, se encontró en la rica iglesia española. Pero ahora tenía conciencia de pertenecer a la comunidad. Terminada la plática se distribuyó la comunión; Jorge participó con los demás del pan y del vino, y casualmente fue a arrodillarse al lado de Clara. Sin embargo, sus pensamientos estaban tan absortos en Dios y la sagrada ceremonia, que no se dio cuenta de quién era su vecina hasta que ésta se hubo levantado. Vio que por sus mejillas rodaban gruesas lágrimas. Dos días más tarde, la muchacha embarcó rumbo a Noruega. Jorge siguió trabajando en la casa y en las labores de pesca; en aquellos tiempos se cogía aún más pescado que hoy. Cada domingo, cuando se hallaba en la iglesia y dirigía la mirada a la imagen de la Virgen en el altar, sus ojos se detenían un instante en el sitio donde Clara se había arrodillado junto a él, y pensaba en la muchacha, en lo buena que con él había sido. Llegó el otoño, con su lluvia y sus nieves. Subieron las aguas e inundaron el recinto de la ciudad; la arena no podía absorber toda el agua, y había que vadear o acudir a las barcas. Las tempestades arrojaron barcos y más barcos contra los fatales arrecifes; estallaron tormentas de nieve y de arena, la cual se acumuló alrededor de las casas hasta el extremo de que sus moradores tenían que salir por la chimenea. En aquella región estas cosas no tienen nada de extraordinario; las habitaciones eran confortables y calientes, en las estufas crepitaban la turba y la madera procedente de los naufragios, y el comerciante Brönne, cómodamente sentado, leía un viejo cronicón, la historia del príncipe Hamlet de Dinamarca, que de Inglaterra había venido a Jutlandia y trabado una batalla en las cercanías de Bovberg. Su tumba estaba en Ramme, a unas pocas millas de la residencia de nuestro viejo conocido, el vendedor de anguilas. Allí, en la landa, los túmulos se alzaban por centenares, formando una especie de gigantescos cementerios; el propio Brönne había visitado la tumba de Hamlet. Hablábase de los viejos tiempos, de los vecinos ingleses y escoceses, y a Jorge le gustaba cantar la canción del «Príncipe de Inglaterra», la que hablaba del magnífico barco y de cómo estaba adornado:

El navío brillaba como ascua de oro,
en él estaba escrita la palabra de Dios,
El príncipe, inflamado de amor,
apretaba en sus brazos a la princesa.

Esta estrofa era la que más le gustaba a Jorge cantar, y, al hacerlo, sus ojos, ya de suyo negros y lustrosos, brillaban maravillosamente. Los cantos alternaban con lecturas, en la casa reinaba el bienestar, y la vida de familia se extendía incluso a los animales domésticos; todos estaban perfectamente atendidos. Brillaban los bruñidos platos de estaño, del techo colgaban embutidos y jamones; se estaba bien provisto para el invierno. Hoy podemos ver un espectáculo parecido en muchas granjas ricas de la costa occidental; abundantes vituallas limpieza y pulcritud extremas, inteligencia y buen humor, en mayor grado todavía que en aquellos tiempos. La hospitalidad se practica allí como en la tienda del árabe. Desde aquellos cuatro remotos días de la infancia en que había sido invitado a la fiesta funeraria, Jorge no había vuelto a vivir una época tan venturosa como entonces; y eso que Clara se hallaba ausente, aunque no del pensamiento ni de las conversaciones. En abril había de zarpar un barco para Noruega, y Jorge pensaba embarcarse en él. Aquella perspectiva contribuyó no poco a aumentar su alegría. Por otra parte, al decir de la señora Brönne, su aspecto físico había ganado mucho; daba gusto mirarlo.

– ¡Y también da gusto mirarte a ti, abuela! – dijo el viejo comerciante -. Jorge ha traído vida a nuestras veladas de invierno, y a nuestra madrecita también. Estás hoy más joven y más guapa que nunca. Por algo fuiste la moza más bonita de Viborg, y esto es mucho decir, pues en ninguna parte he visto muchachas más lindas. Jorge no hizo ningún comentario, habría sido indiscreto; pero pensó en una doncella de Skagen, y embarcó para ir a su encuentro. El viento era favorable, y la travesía sólo duró un día, tras el cual el buque ancló en el puerto de Christiansand
Una mañana, el comerciante Brönne se encaminó al faro que se levanta a considerable distancia de Alt-Skagen, en las inmediaciones de Grenen. Cuando llegó a la torre, los carbones del disco giratorio estaban ya apagados, y el sol brillaba encima del horizonte. Por espacio de una milla entera desde el extremo del cabo, se extendían bancos de arena bajo la superficie del agua. Frente a ellos veíanse numerosos barcos, entre los cuales el anciano, armado de su anteojo, creyó distinguir el «Karen Brönne», como se llamaba el suyo. Y, efectivamente, así era; estaba de arribada, con Clara y Jorge a bordo. El faro y el campanario de Skagen se les antojaban una garza real y un cisne sobre el mar azul. Clara, sentada en cubierta, veía asomar poco a poco las dunas. Si el viento no cambiaba, en una hora podrían estar en casa; tan cerca estaban de ella y de la felicidad; pero no lo estaban menos de la angustia y de la muerte. De repente rompióse una plancha del barco, y el agua se precipitó en el casco. La tripulación corrió a cegar la vía, pusiéronse en marcha todas las bombas, izáronse las velas y la bandera de socorro. Estaban aún a una milla de la costa, se veían botes pesqueros, pero a gran distancia; el viento los impelía hacia tierra, y las olas ayudaban a su acción, pero no lo bastante; el barco se hundía. Jorge rodeó fuertemente a Clara con el brazo derecho. ¡Con qué expresión la miró a los ojos cuando, en el nombre de Dios, se arrojó con ella al mar! La muchacha lanzó un grito, pero de una cosa estaba segura: que él no la abandonaría. Lo que decía la balada:

«El príncipe inflamado de amor,
apretaba en sus brazos a la princesa»,

lo hizo Jorge a la hora de la angustia y del peligro. Le fue ahora de gran servicio el ser un excelente nadador: avanzaba sirviéndose de los pies y de una mano, mientras con la otra sostenía firmemente a la muchacha. Cuando necesitaba descansar, se colocaba verticalmente en el agua, procurando no agotar las fuerzas para poder alcanzar la tierra. Oyó que ella exhalaba un suspiro; sintió que la agitaba un temblor espasmódico, y la sujetó aún con más fuerza. Una ola pasó sobre ellos y una corriente los volvió a la superficie. Era el agua tan profunda, tan límpida, que por un momento creyó ver en el fondo una bandada de centelleantes caballas; o ¿sería el propio leviatán que se disponía a tragárselos? Las nubes proyectaban su sombra en el agua, y de nuevo brillaron los rayos del sol. Aves chillonas volaban en grandes bandadas sobre sus cabezas, y los patos salvajes que, pesados y soñolientos, se abandonaban al impulso del viento huyeron remontándose en el aire asustados por la presencia del nadador. Pero Jorge se daba cuenta de que sus fuerzas menguaban; estaban aún a varias brazas de la tierra. Sin embargo, venía socorro, un bote se acercaba; sólo que bajo el agua – veíalo él claramente – había una blanca figura que lo miraba fijamente con expresión salvaje. Una ola lo levantó, la figura se precipitó sobre él, sintió un golpe, hízose la noche a su alrededor, perdió el sentido… En el banco de arena yacía un barco zozobrado, cubierto por el mar. El blanco mascarón de proa apoyábase contra el áncora, y su cortante hierro llegaba hasta el nivel del agua. Jorge, impulsado con creciente fuerza por la corriente, había chocado contra él. Cayó desmayado con su preciosa carga, pero la ola siguiente los volvió a levantar, a él y a la muchacha. Los marineros los subieron al bote; la sangre fluía copiosa por la cara de Jorge, que parecía muerto, a pesar de lo cual seguía teniendo abrazada a la doncella con tanta fuerza, que costó mucho soltar el brazo y la mano. Ella yacía en el fondo del bote, lívida e inanimada. Los tripulantes pusieron proa a Skagen. Recurrióse a todos los recursos para volver a Clara a la vida, pero en vano: estaba muerta. Durante un buen trecho el mozo había nadado sosteniendo un cadáver; por una muerta se había extenuado y rendido. Jorge, que respiraba aún, fue trasladado a la casa más próxima de las dunas. Una especie de cirujano que se encontraba en el lugar, pero que por su verdadera profesión era herrero y comerciante mayorista, le hizo a Jorge la primera cura, hasta que al día siguiente vino el médico de Hjörring. Su cerebro había sido lesionado; el muchacho estuvo delirando y profiriendo gritos salvajes por espacio de tres días, al término de los cuales quedó en estado de plena inconsciencia. Su vida parecía pender de un hilo, y, en opinión del médico, lo mejor que podía desearse a Jorge era que aquel hilo se quebrara.

– Roguemos a Dios que se lo lleve. Nunca volverá a ser una persona como las demás. Pero la vida se impuso, el hilo no quiso quebrarse; sólo el hilo del recuerdo se rompió. Las facultades de su espíritu se hundieron en las tinieblas. Nada más terrible que verlo reducido a un cuerpo viviente, un cuerpo que pugnaba por recuperar su salud. Jorge quedó en la casa del comerciante Brönne.

– Ha contraído su enfermedad haciendo un esfuerzo sobrehumano para salvar a nuestra hija – dijo el anciano -; ahora es nuestro hijo. Llamaban a Jorge idiota, y, sin embargo, no era ésta la expresión adecuada. Era como un instrumento cuyas cuerdas se habían aflojado, perdiendo la capacidad de vibrar; sólo en momentos esporádicos, durante breves minutos, recobraban su tensión, y entonces resonaban. Resonaban viejas melodías, acordes inconexos, encantadoras imágenes; luego volvía a quedar con la mirada fija, aturdido. Es de suponer que no sufría; sus negros ojos perdían el brillo, parecían un cristal ennegrecido, empañado. «Jorge, ¡pobre idiota! », decía la gente. Tal era aquel que en el seno de su madre parecía destinado a una vida terrena tan rica y feliz, que «era soberbia y orgullo desmedidos» desear otra futura, y no digamos ya creer en ella. ¿Así pueden perderse todas las altas aptitudes del alma? Sólo días duros, dolores
y desilusiones fueron su destino. Fue una magnífica semilla que, arrancada de su rica tierra, cayó en la arena para marchitarse en ella. Mas aquel ser creado a imagen de Dios, ¿no poseía un valor más alto? ¿No sería todo simplemente un juego del azar? No, Dios, en su misericordia, lo compensaría en otra vida por todo lo que en ésta había sufrido. «El Señor es misericordioso, y su bondad no tiene fin». Estas palabras, sacadas de los salmos de David, salieron de los labios piadosos de la anciana esposa del comerciante, y desde el fondo de su corazón creyente, la mujer pedía a Dios que redimiese pronto a Jorge de sus sufrimientos y lo acogiera en la gloria eterna. Clara estaba enterrada en el cementerio sobre cuyo muro había saltado ya la arena. Parecía como si Jorge no se acordase en absoluto de ello. No entraba en el campo de sus recuerdos, limitado a fragmentos de tiempos remotos. Cada domingo acompañaba a la familia a la iglesia, donde permanecía sentado con su mirada inexpresiva. Un día, mientras cantaban, exhaló un suspiro, sus ojos se iluminaron y se clavaron en el altar, en el sitio donde un año antes se arrodillara al lado de su amiga muerta. Pronunció su nombre, palideció, y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Acompañáronlo fuera del templo, y él dijo que se sentía bien; no parecía que le hubiese ocurrido nada, no se acordaba en absoluto: Así dijo aquel ser tan duramente probado por Dios, aquel ser que parecía sufrir una maldición divina. Pero, ¿quién puede dudar de que el Señor, nuestro creador, es infinitamente sabio y misericordioso? Nuestro corazón y nuestro entendimiento lo comprenden, y la Biblia lo afirma: «Su bondad es eterna e infinita». Allá en España, donde, entre naranjos y laureles, las doradas cúpulas árabes son acariciadas por tibias brisas, vivía en la suntuosa mansión un anciano sin hijos, un riquísimo comerciante. Por las calles pasaban en procesión niños, con cirios y ondeantes pendones. ¡cuánto no habría dado de su fortuna por tener aún a sus hijos, a su hija o al nietecito que tal vez nunca había visto la luz del mundo y, por tanto, no podía ver la de la eternidad del paraíso! ¡Pobre niño! Un niño, si, a pesar de que contaba ya 30 años, pues Jorge los había cumplido en el Viejo Skagen. Las arenas habían colmado los fosos y rebasado el muro del cementerio, pero la gente quería, pese a todo, enterrar a sus muertos al lado de sus antepasados, de sus parientes y seres queridos. El comerciante Brönne y su esposa descansaban allí, junto a su hija, bajo la blanca arena. Acercábase la primavera: venía el tiempo de las tormentas; las dunas humeaban, el mar encrespaba sus olas; las aves pasaban volando en grandes bandadas, como nubes tempestuosas, chillando sobre los médanos. En los arrecifes y bajíos se sucedían los naufragios. Una tarde – Jorge se encontraba solo en la habitación – empezó de pronto a hacerse luz en su alma, apoderóse de él aquella sensación de inquietud que tan frecuentemente experimentara de niño, impulsándolo a lanzarse a las dunas o al erial. «¡A casa, a casa! », exclamó. Nadie lo oyó. Y emprendió el camino de su casa, por entre las dunas, azotado el rostro por un torbellino de arenas y piedrecitas. Dirigióse a la iglesia; la arena amontonada contra el muro subía ya hasta la mitad de la ventana. Habían quitado la que estaba acumulada ante la entrada; la puerta del templo no estaba cerrada con llave, era fácil abrirla, y Jorge entró. Un viento furioso aullaba sobre la ciudad de Skagen, un huracán como no recordaba nadie de los vivientes. Pero Jorge estaba en la casa de Dios, y mientras en el exterior todo iba sumiéndose en la noche, en él se hacía la luz, aquella luz del alma que nunca se extingue del todo. Sintió cómo la pesada piedra que gravitaba sobre su cabeza caía sin ruido. Creyó oír los sones del órgano, pero era la tempestad y el mar embravecido. Sentóse en una silla del coro y se encendieron las luces, una por una, en tal profusión como sólo en España lo viera. Y todos los retratos de los antiguos consejeros y alcaldes se animaron; saliendo de la pared, donde tantos años llevaban, fueron a sentarse también en el coro. Abriéronse las puertas de la iglesia, y entraron en ella todos los muertos, vestidos con los mejores ropajes de sus respectivas épocas, al son de una hermosa música, y ocuparon sus puestos en los sitiales. Resonó entonces un coral, semejante al mar encrespado. Estaban presentes sus padres adoptivos de las dunas de Huusbyer y el viejo comerciante Brönne y su esposa, y a su lado, junto a Jorge, sentóse su dulce hija, quien alargó la mano a Jorge, y los dos se dirigieron al altar donde otrora se arrodillaran, y el sacerdote juntó sus manos y los unió en santo matrimonio. Sonaron entonces las trompetas, maravillosas como voces infantiles saturadas de anhelo y de júbilo, que pronto se transformaron en un crescendo de órgano, verdadero huracán de acordes majestuosos y nobles, deliciosos al oído y, sin embargo, poderosos como para hacer saltar las losas funerarias. El barco que colgaba del techo, sobre el coro, descendió hasta los desposados, magnífico, con velas de seda y vergas doradas, las cuerdas trenzadas con seda y el ancla de oro rojo, tal y como se dice en la antigua canción. Y los novios subieron a bordo, seguidos de toda la comunidad; para todos hubo sitio y parte en la fiesta. Las paredes y bóvedas de la iglesia florecieron como el saúco y los fragantes tilos, de ramas y hojas murmurantes. Se inclinaron, se abrieron, y el barco, elevándose, hízose con ellos a la mar de los etéreos espacios. Cada cirio era una estrellita, y los vientos hacían coro con los cantos piadosos, que decían: «¡Por el amor, hacia la gloria! ¡Ni una vida se perderá! ¡Felices y contentos! ¡Aleluya! ». Y estas palabras fueron también las últimas que pronuncio en este mundo; quebróse el lazo que sujetaba el alma inmortal. Sólo un cuerpo muerto quedó en la oscura iglesia, sobre la cual bramaba la tempestad, arremolinando las arenas a su alrededor. Al día siguiente era domingo, y los feligreses y el párroco acudieron al templo. El camino se había vuelto aún más escabroso, casi intransitable. Al llegar a la iglesia encontráronse con una enorme montaña de arena, mucho más alta que la puerta. El sacerdote leyó una breve oración y dijo que, puesto que el mismo Dios había cerrado el acceso a aquella santa casa, debían volverse y erigir una nueva en otro lugar. Entonaron todos un himno y regresaron a sus hogares. No encontraron a Jorge ni en la ciudad ni entre las dunas, donde lo estuvieron buscando. Supusieron que se lo habrían llevado las olas que hablan llegado hasta la cima de las arenas. Pero su cuerpo estaba sepultado en un colosal sarcófago: la antigua iglesia. Dios, por medio de la tempestad, había cubierto de tierra su tumba; una espesa capa de arena yacía, y sigue yaciendo, allí. Había cubierto la poderosa bóveda. Plantas de médano y rosales silvestres crecen sobre el templo frente a cuyo campanario pasa el caminante; aquel campanario que es como una ingente losa sepulcral, visible desde millas de distancia, que saliendo de la arena, señala el cielo. Ningún rey tuvo una tumba más grandiosa. Nadie interrumpe la paz del muerto; nadie supo ni sabe la historia; a mí me la contó el viento con su canto entre las dunas.

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Coleman–Liau Índice11.1
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Número de Letras58.109
Número de Frases695
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